Imagen en blanco y negro de una silueta de un chico que se tira al mar
Imágenes que susurran

El pánico escénico

Todos tenemos miedo. Miedo al miedo. Miedo a no estar a la altura de las circunstancias. El agua no dejaba de ser una nube incierta bajo nuestros pies. Teníamos entonces diez años y a nuestro alrededor todos esperaban con expectación el gran salto. Temblaba el agua repartiendo su sonrisa entre espumas y nuestro corazón se desestabilizaba intentando escapar del cuerpo como una gaviota cobarde. Teníamos miedo. En aquel espacio en blanco se escuchaban voces penetrantes como si nos llegaran en directo desde diferentes espacios siderales.

¡Venga, salta!

Pero no saltábamos.

Los gritos de los adultos se deshacían en ecos de piedra.

¡Venga, salta!

Pero no saltábamos.

No hay que asustarse. El miedo lo llevamos todos dentro escondido en el esófago, en el páncreas o en cualquier otra víscera. Es un miedo que nos une y nos unifica con el resto de los mortales en una especie de atmósfera solidaria.  Ya señalaba Shakespeare integrándose en esos espacios abiertos de la condición humana: “De lo que tengo miedo es de tu miedo”.

 

El Gargantúa de la infancia

 

Personalmente llevo dentro un miedo irracional que todavía me estremece como un buitre recorriendo los cielos de mi infancia, a pesar de la fama de criatura intrépida y bastante temeraria que me envolvía. Pero en aquel Bilbao emergente entre las nieblas de los primeros recuerdos existía un personaje terrible conocido como “el Gargantúa”. Era gigantesco, con una enorme boca abierta y una gran boina que para eso era de la tierra. La aventura resultaba terrible. Había que subir unas escaleras y después introducirte en aquel túnel oscuro para recorrer en un tobogán las entrañas del monstruo disfrutando de aquel hermoso paseo entre sus intestinos. Se dice con orgullo que se había tragado a todos los niños de Bilbao. A todos menos a mí que fui incapaz de poner un pie en su lengua.

Ha sido el primer acto de cobardía de mi vida y tuve que pasar por el calvario de escuchar mil veces aquella pérfida afirmación de las criaturas que me rodeaban. “Yo ya me he tirado por el Gargantúa”. “Pues yo bajo por el acantilado del Molino de Aixerrota hasta el mar”, respondía con altiva seguridad  sabiendo que eso constituía una auténtica hazaña porque te jugabas la vida. Les dejaba mudos pero yo tuve que cargar toda mi existencia con aquel terrible pánico bien plegado en el fondo de mi corazón.

Después creo que he sabido luchar contra el miedo que a todos nos envuelve para limitar nuestra acción. Me he enfrentado a muchos sueños imposibles, sabiendo como señalaba Paulo Coelho que “sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar”. A veces los fracasos sólo se encuentran en nuestra imaginación. Son fantasmas contra los que resulta muy difícil luchar. Nuestro universo, nuestro suelo interior, no se cimenta sobre los ensueños sino sobre las realidades, algo que filósofos de la talla de Zubiri conocían muy bien entendiendo al hombre como un “animal de realidades”.

Una persona a la que admiro profundamente señalaba en una ocasión que la clave de la felicidad consiste en ver siempre el lado positivo de todas las cosas. Todo pasa, todo cambia, sólo permanecen inmutables las verdades eternas.

Ya señalaba Azorín en ese libro delicioso titulado “Pueblo”, desde la lejana distancia de su avanzada edad que “no sucede nada. Lo que se creía que iba a trastornar la marcha de la sociedad no la trastorna; la innovación que juzgábamos peligrosa se ha adaptado a las costumbres y es cosa ya normal. Sigue el trabajo; siguen los afanes; sigue el deseo que nos lleva hacia otra cosa”.

El pánico escénico que ha provocado en las recientes elecciones el delirio guerrero de ese juego de tronos marcado por la violencia y la ambición seguirá su propio camino populista entre las sombras de las selvas bolivarianas, los hermanos de sangre catalanes se separan, los corruptos se van a tomar el sol a la cárcel o incluso la propia Esperanza Aguirre se prepara para realizar encajes de bolillos en la bancada de la oposición.

Personalmente conservo grabadas las primeras palabras que el Papa Juan Pablo ll lanzó al mundo entero el mismo día de su nombramiento. “¡No tengáis miedo!” “¡No tengáis miedo a la verdad de vosotros mismos! ¡No tengáis miedo de vosotros mismos. Dirigir la mirada al único horizonte de esperanza: Jesucristo”.

Sin duda se trata de uno de los gritos más esperanzadores y revolucionarios de nuestro propio mundo que se debate entre la angustia y los infinitos miedos que él mismo ha creado. El monstruo, el monstruo de la infancia que nos traga a todos.La cultura de la muerte, las terribles hambrunas, las guerras abrumadoras, la pérdida de la dignidad humana.

Y frente al pánico, frente a la tensión que produce ese diminuto salto al vacío, surge en nuestras vidas la claridad de ese horizonte donde parece columpiarse entre la dimensión de las nubes la envolvente luz de la esperanza.

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Un comentario en “El pánico escénico

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