Pensamientos y sentimientos

Amaia Barrena, la luz de la poesía

Sobre la Plaza de Moyúa de Bilbao el sol parece establecer pasos de baile al ritmo trepidante de la vida. La poesía tiene también sus ritmos y sus esperanzas y llega sonriente a nuestro encuentro con un pelo negro lleno de rizos como una pequeña nube de otoño y un nombre en el corazón. En esta ocasión se llama Amaia Barrena.

Ahora es una joven poeta admirada y destacada en los círculos literarios de Euskadi que nacen y crecen en juveniles encuentros aunque ella confiesa que le debe a su madre esa cercanía con la magia en la intimidad de los primeros sueños. “Desde luego, explica, mi madre siempre decía  que un niño que lee es un adulto que lee. Así que mi mundo estuvo lleno de cuentos infantiles y más tarde me convertí en una visitante asidua de la Biblioteca de adultos de Basauri”.

En esta línea opina que a ella los libros, como les sucede a tantas personas, le han salvado la vida. “Lo cierto es que para mí no constituyen un hobby, ni un oficio, sino una auténtica forma de ser. En sentido recuerdo que podía ser una niña rara, distinta de las demás”.

¿Pero cuando empezó a escribir? ¿Cómo surgieron los primeros sueños y los primeros ensueños? “Diría que empecé a escribir desde siempre, como quien empieza a hablar. En un principio se trataba de palabras incipientes, músicas, todo un universo infantil transformado en sonidos musicales. Recuerdo que en mi casa compraron una impresora para que pudiera escribir mis poemas”

Y como el arte se encuentra estremecido de siluetas a ella también le atraía enormemente ser alfarera y empezó a llenar el mundo que le rodeaba de versos, cerámicas y jarroncitos. Hasta que fue a estudiar a la universidad a Vitoria. “Entonces me dediqué a escribir más en serio pero lo cierto es que no conocía a nadie y empecé a presentarme a todos los concursos y a ganarlos”.

Estudió Historia, escribía constantemente y vivió unas experiencias estremecidas de belleza. Ahora recuerda con agradecimiento a una profesora en el instituto, Izaskun Aguirre,  que le abrió las puertas de un universo desconocido poblado de realidades. “Me ayudó y me cuidó mucho y más tarde, cuando acabé la carrera, la busqué y nos hicimos amigas”.

La realidad es que en ese momento quiso ser profesora. “Estudié euskera e inglés y con veinticinco años empecé a dar clases en Ocharcoaga pero supuso una experiencia terrible”. Lo cierto es que su universo poético empezó a tambalearse. Sus alumnos de dieciséis años procedían de ambientes marginales y provocaban serias tensiones. A los tres meses afortunadamente la despidieron. 

Lo cierto es que la vida comenzó a mostrarle sus rincones más oscuros y paso a paso recorrió el amargo camino de la realidad donde ya se vio obligada a respirar el amargo perfume del fracaso. Trabajó como monitora de comedor y a continuación comenzó a dar clases rodeada de nubes oscuras. Ahora conserva de aquella época auténticos recuerdos traumáticos. “Sufrí ataques de ansiedad y de pánico y me firmaron la baja por depresión. Fue terrible, sentía que no servía para nada y caí en picado. Recuerdo el 1 de enero de 2.018 con una profunda tristeza… pensé que me estaba muriendo. Menos mal que acudí a una psicóloga el año pasado, una persona joven y muy divertida por cierto que me ayudó mucho”.

La realidad es que siempre le acompañó la sombría presencia de la anorexia en la amarga búsqueda de la perfección física en un complicado proceso a lo largo de diez años donde todos los esfuerzos se centran en adelgazar y poder seguir viviendo en una terrible distorsión de la realidad. Las personas que sufren esta enfermedad mental no se pueden contemplar tal y como son. Pero ahora sí, después de un tratamiento en una unidad de día para chicas con trastornos de conducta alimentaria, rodeada de terapeutas que con un cariño infinito les van ayudando ha logrado salir adelante.

El resultado de esta dolorosa experiencia ha sido un libro cargado de extraordinaria belleza y sensibilidad que servirá sin duda de gran ayuda a  las personas que se han enfrentado a estas mismas dificultades. Se titula “Un melón en la maleta” y su dedicatoria no puede ser más real. “Para mis chicas. Sois unas valientes”.

Libro de Amaia Barrena "Un melón en la maleta"
Un melón en la maleta – Amaia Barrena

En sus colaboraciones en Onda Vasca donde recita sus propios poemas, se enfrentó a este problema entretejido con grandes dosis de humor y de amor. Su titulo no puede ser más real. “Se llama anorexia” y plantea una tierna relación con su propio cuerpo.

“Querido cuerpo: A veces todavía te odio. Y ni siquiera sé por qué si nunca me has hecho nada. No vomitabas cuando te metía litros de cerveza con el estómago vacío ni cuando tenías resaca (o fiebre) y te subía una hora en la bici estática. Una noche te quedaste inconsciente, te desmayaste por llevar de fiesta y de pie más de siete horas con solo un pintxo o dos de cena y cuando me ofrecieron una bebida con azúcar al despertarme en un banco, no quise tomármela porque no era light. Al final lo hice para que me dejaran en paz. Pero el día siguiente me pasé buscando esas calorías, pensando cómo te estaban deformando.

He crecido creyendo que eras un enemigo y he entendido con bastantes años y bastante ayuda que la enemiga soy yo. Me preguntaba por qué tenía que cargar contigo, gordo, feo, sin nada especial, habiendo chicas con los cuerpos tan bonitos. Perdóname por insultarte, avergonzarme de ti, negarte los caprichos, enfadarme contigo por tener hambre, someterte a un examen continuo que nunca pasas y hacerte arañazos y moratones cuando me cuesta respirar. Sé que no eres tú quien me ahoga, que te ahogas conmigo. De rabia, de tristeza, de miedo.

Quiero hacer las paces contigo. Quiero que estemos bien, lo necesito. No quiero seguir haciéndote daño. Quiero parar. Quiero curarme. Si me has aguantado hasta ahora, dame otra oportunidad y prometo quererte. No volveré a agredirte con el hambre por pretender hacerte más perfecto, por hacerme más perfecta a mí.

Tú solo quédate conmigo y perdóname por no haber sabido hacerlo mejor. Sólo quería ser guapa, sentirme bien. Creí que tenía manías y cierto control y lo que tenía era una enfermedad. Se llama anorexia. Pero tranquilo, es mental. A ti no te pasa nada. Por eso solo ten paciencia y dejaré de odiarte poco a poco. Comer es mi gesto de buena voluntad. Haremos las paces así, te recuperarás y luego yo me recuperaré a mí misma. Hasta entonces perdóname por no saber verte como eres. Con cariño tu chica

Amaia Barrena

Ahora sus versos saltan libres y sin ligaduras como se descubre en el comienzo del poema “El arte de violar la vergüenza”:

Podría ser la muela sin juicio

que tensa los nervios de tu boca,

podría ser ese crucero de lujo

que acaba rompiendo el hielo

podría ser una gata sin botas

demasiado inconformista para una sola vida… 

En realidad ella misma se transforma en todos los sueños, todas las imágenes, todas las alegrías, las lágrimas y los destellos del corazón.

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Relatos Inéditos

Un amor sempiterno

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Stavrogin: «En el Apocalipsis, el ángel anuncia que ya no existirá el tiempo.» 

Kirilov: «Lo sé. Eso está dicho expresamente, de forma clara, inequívoca. Cuando todos los hombres sean felices, ya no existirá el tiempo, porque ya no hará falta. Una idea muy cierta.» 

Los endemoniados, Fiódor Dostoyevski.

      Muchos dicen que los primeros amores se recuerdan toda la vida. Que el impacto es tan fuerte, que uno jamás vuelve a ser el que era antes. Supongo que debe ser cierto. En verdad, tengo la absoluta certeza de que es así. Ocurre lo mismo con todo aquello que cambia nuestra forma de ver el mundo. Cuando un joven descubre la lectura, ya nunca jamás podrá dejar de leer; o al menos de recordar lo que se sentía al hacerlo. Qué decir cuando un joven se cruza con la escritura, más de lo mismo, ya no podrá parar. Y por eso la juventud es feliz, porque tiene la capacidad de ver la belleza. Mientras se mantenga activa esta capacidad, no se puede envejecer.  Se tendrá la sensación de ser inmortal. Entonces, está claro. Qué hay más bello que el amor. Qué hay más ambiguo y cierto a la vez. Qué hay más estremecedor. No hay nada más grande que pueda pasarnos por encima. Esta es la llama que mantiene vivo al mundo, que lo salva de la decrepitud. En realidad, solo se envejece cuando no se ama. Lo eterno solo se advierte al pronunciar el nombre de la persona amada, al mirar sus ojos de cerca, al tacto de su piel. Y todo esto resuena como un eco fortísimo entre los recovecos del alma. Y allí es donde perdura para siempre. Y como si no existiera el tiempo, se tiene la sensación de que esa persona amada ha morado en tu vida desde el principio y que por siempre lo hará. Por eso los primeros amores, si son de verdad, nunca se olvidan. Nunca se deja de recordar, nunca se deja de amar. 

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Nombre: Borja Hernández Mañez
Edad: 19 años
Estudios: Comunicación audiovisual + Literatura y escritura creativa, Universidad de Navarra.
Ciudad: Valencia (España)

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El reto de crear, La esfera de cristal

Pantum

Como a un pozo miro al cielo

en el patio interior de la vida

y apenas me pregunto

por la cascada de luz y sus confines;

en el patio interior de la vida

me siento asombrado al sol

por la cascada de luz y sus confines

y contemplo el calor de primavera;

me siento asombrado al sol

y mientras escribo sobre el cielo

y contemplo el calor de primavera

mis ojos ascienden al hueco azul;

y mientras escribo sobre el cielo

me siento bajo la cascada

y mis ojos ascienden al hueco azul

origen recogido de esta riada;

Me siento bajo la cascada

y escribo,

origen recogido de la riada,

sobre el patio-interior, el cielo, el pozo y el agua.

Nombre: Andoni Mendia García

Edad: 23 años

Estudios: Filología Hispánica. Máster en Literatura.

Ciudad: Bilbao

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Blog, Contar y cantar, El reto de crear

Los Shee

El desierto helado de Sheui, un páramo blanco protegido por unas montañas de piedra de mediana estatura, era el hogar de la tribu albina de los Shee, quienes una mañana reluciente celebraban el parto de la líder cazadora Shäi. Por supuesto, las celebraciones de este grupo eran silenciosas, pues sus voces eran tan blancas como sus pieles. Se podría decir que este era el lugar más puro del mundo: El horizonte estaba perfectamente trazado por una línea de tiza que apenas distinguía el cielo de la tierra.


Los Shee, mudos por naturaleza o por tradición, eran los perfectos cazadores. Sus pieles albinas se camuflaban en el páramo como otro montón más de nieve y el extremo silencio al que estaban habituados les había permitido desarrollar un oído impecable, por lo que eran indetectables para sus presas al tiempo que totalmente letales. Su lenguaje cotidiano se construía con unas pocas señas, pero poseían una gran riqueza de tradiciones basadas en el gran valor de la familia. Por ello, el nacimiento de nuevos miembros de su sociedad era siempre un acontecimiento sin igual. Por costumbre, todos los miembros unían sus manos en un gran círculo alrededor de la parturienta, que luchaba con la ayuda de las hembras más sabias por traer al mundo nueva vida. El círculo de manos unidas se balanceaba de un lado a otro al ritmo de los suspiros y gruñidos de la madre, creando una atmósfera ritual y solemne.

Cuando por fin nació el bebé de Shäi, la tribu entera resopló de alivio al comprobar la buena salud de ambos. Sin embargo, sucedió algo que ninguno de los actuales miembros de la tribu había visto nunca: había un segundo bebé. Las sabias matronas contemplaban con admiración y espanto la increíble fuerza de esa mujer que estaba dando a luz a un segundo hijo mientras sostenía en sus brazos al recién nacido. Minutos más tarde, Shäi se encontraba con los brazos sobre su vientre formando una cuna mientras amamantaba al mismo tiempo a sus gemelos, una boca chupando de cada pecho. La nieve brillaba con la claridad del cielo nublado, el círculo de cazadores albinos lloraba en silencio mientras miraban de rodillas al miembro más fuerte de la tribu. Los bebés, ligeramente sonrojados, mamaban en silencio la leche blanca en los brazos de su madre, que yacía exhausta como en un trance. Fue un momento de absoluta armonía con el mundo, y por un instante, cada integrante del círculo sintió una misma energía que les erizó el vello.

Después, la armonía se resquebrajó con el gemido de la recién parida. Las matronas cogieron a los bebés para ponerlos a salvo de Shäi, que se retorcía de dolor y éxtasis al mismo tiempo. De pronto, el cielo se oscureció y se sintió una tensión en el ambiente que provocó la rotura del círculo. Todos se soltaron las manos y se acercaron a socorrer a Shäi, sin saber muy bien qué hacer. Momentos después lo comprendieron: era un tercer bebé.

Decenas de plegarias llovieron al unísono. Dos bebés eran un milagro, pero tres debían ser un regalo de cielo. Las matronas estaban entregadas por completo a su labor, tanto que no se percataron de que a su alrededor las manos se unían de nuevo y el círculo se balanceaba con mayor rapidez, acompasado por los gruñidos de esfuerzo de Shäi. El parto fue largo e intenso, pero cuando el horizonte impecable comenzaba a mancharse de tintes malvas, la nieve rosada bajo las piernas de Shäi se oscureció como si se tratara de un reflejo del cielo. El tercer bebé había nacido, y no hacía falta ningún tipo de lenguaje sonoro para comprender que el círculo era ahora un huevo roto. Tenían ante sí al primer bebé cuyo color de piel no era como la nieve que pisaban. El primer miembro de la tribu que, como si se tratase de un osezno caído en una trampa que suplica la ayuda de su madre, emitía unos sonidos agudos que hicieron que todos los presentes se taparan los oídos con expresión de dolor. Tenían ante sí a Shu.

Shu, que tomó su nombre del suspiro de un oso, decidió tomar también del primer oso que cazó su piel de nieve con la que conseguiría camuflarse como el resto. Y es que, en sus siete años de vida, Shu había intentado alcanzar la destreza de sus hermanos en ese arte de la caza, pero evidentemente sus condiciones eran distintas. Mientras que para los gemelos el camuflaje y el silencio no suponían ningún problema, para Shu, que, con sus mejillas rosadas, su pelo castaño y su torpeza ruidosa parecía de otro mundo, era una tarea que requería de mucho esfuerzo. Él no soportaba el frío de la nieve con la misma indiferencia que el resto de la tribu, ya que estos se paseaban descalzos y semidesnudos o completamente desvestidos, mientras que a Shu los pies, las manos y la nariz se le volvían de un tono rojizo si no se cubría con las pieles de oso blanco. Los gemelos Ish-Esh que en la tribu eran considerados como un único individuo, pensaban que su hermano mellizo utilizaba las pieles solo para camuflarse, pero la realidad era que su principal función era mantenerle en calor.

Shäi pasó de ser la líder cazadora a ser la líder suprema de la tribu. Su sabiduría en la caza le había posicionado entre los candidatos que tomarían el relevo del sacerdote cuando este muriese, pero fue el carácter sobrenatural, casi divino de su parto triple lo que había convencido a todos los miembros de que debía ser ella. Una de las responsabilidades de la líder cazadora era la enseñanza de los más jóvenes. En este caso, la enseñanza de sus tres hijos, puesto que estos eran los únicos menores de veinte años de la tribu. Los Shee creían que era más productivo que un verdadero maestro formara a los más jóvenes para aumentar las posibilidades de éxito entre sus escasos cazadores. Todos eran instruidos desde la niñez hasta la edad adulta, pero solo los más hábiles se dedicaban a ello una vez alcanzados los veinte años. Los demás se dedicaban a la tarea para la que eran más aptos, como podía ser la cocina, la construcción y mantenimiento de las casas, la confección de armas, la agricultura o la recolección de agua.

Los trillizos de Shäi, como era de esperar, se convirtieron en unos excelentes cazadores capaces de correr a velocidades extremas y de camuflarse a escasos metros de las presas. Detrás de ese talento no había más que una dedicación completa. Ish-Esh, que pensaban y se movían como uno solo, trabajaban día y noche para mejorar su técnica. A Shu le costaba admitir que tenía más limitaciones que sus hermanos, y aunque durante años estuvo en su sombra, en la adolescencia descubrió nuevas formas de cazar sin que su presencia fuera lo esencial: las trampas. Cualquier animal se acercaría a una ofrenda de comida, sobre todo en un lugar como aquel en el que escaseaban los alimentos. Shu cazaba únicamente cuando sus hermanos dormían, para mantener en secreto su estrategia. De esta forma, a la mañana todos veían el resultado de una caza productiva, y no cuestionaban las habilidades de Shu. Ish-Esh desconfiaban de su hermano, pero nunca llegaron a descubrir cómo lo hacía. En realidad, nadie de la tribu, ni siquiera Shäi, confiaba en que su hijo pudiera hacerse con esas presas. De hecho, muchos eran los que creían que Shu no pertenecía a la tribu. Su piel rosada, sus pestañas oscuras y ese pelo castaño le hacían parecerse más a un animal salvaje como esos que cazaba misteriosamente. Pero los Shee no eran como cualquier otra civilización que conozcamos: su lenguaje de signos era una cuestión únicamente práctica, pues las conjeturas no tenían cabida en su día a día, por lo que esas opiniones nunca se compartían.

Para el momento en el que los trillizos habían alcanzado la edad adulta el pueblo se había reducido en dos sentidos: la población estaba en decadencia porque los ancianos estaban pereciendo y apenas había mujeres en edad fértil. Como consecuencia, hacía 20 años que no nacía un bebé. Los trillizos eran, de hecho, los miembros más jóvenes. Por otra parte, el pueblo había reducido su superficie. La tierra se calentaba, y como consecuencia el desierto helado de Sheui desaparecía.

Los científicos de todo el mundo investigaban la forma de conservar ese hermoso lugar y las gentes que habitaban en él. El doctor en sociología Arthur Falver, un hombre rechoncho de pelo engominado y nariz aguileña, era una eminencia en el tema. Había dedicado su vida al estudio de los Shee y lo conocía todo sobre ellos. De hecho, él había sido el que les había puesto los nombres por los cuales se les conocía, deduciendo los sonidos sibilantes que los Shee utilizaban para referirse los unos a los otros. Aunque por supuesto, nunca los había conocido en persona, las cámaras de investigación superior le proporcionaban toda la información necesaria. En su libro El silencio de los Shee, el doctor Falver sacó a relucir por primera vez el funcionamiento de una sociedad tan remota y ahondaba, en colaboración con Isaac Holbig, sobre el albinismo consanguíneo en sociedades remotas. En su último artículo, publicado 20 años atrás para la revista «Saber cosas», los doctores Falver y Holbig proponían nuevas perspectivas en el estudio del albinismo como consecuencia del nacimiento del primer niño no albino de la tribu documentado hasta la fecha.

Desgraciadamente, a partir de esa publicación, la investigación se había convertido en obsesión para Falver y había pasado recluido en su pequeño despacho entre pilas de papeles y cintas de vídeo esos últimos 20 años. La muerte de su esposa le había dejado en un estado de tremenda soledad que trataba de solventar con la compañía de los Shee en las pantallas de los monitores. La capacidad de adaptación del joven Shu, que contra todo pronóstico había conseguido encajar en una sociedad tan hermética, se había convertido en su principal interés. Así pues, ante los últimos índices de calentamiento global y las noticias de cómo eso afectaría al desierto helado de Sheui, pasó meses trabajando en un plan para el rescate de la tribu.

Las campañas de recaudación de fondos para el proyecto se multiplicaron en los meses de noviembre y diciembre. Las imágenes de un magnífico desierto nevado adornado con pequeñas casitas de piedra comenzaron a difundirse por las redes bajo el lema #SaveTheShee y unos discursos morales sobre el espíritu navideño o sobre cómo ellos también eran humanos aparecieron en diversas columnas de opinión. Una foto de Shu, de pie junto a sus dos hermanos como si estuviese entre dos pilares de nieve, la compartieron 20 millones de usuarios pidiendo que el gobierno salvase de la destrucción a esas pobres almas. Algunos de los comentarios con más «me gusta» fueron: «Rezo por sus almas, que Dios los bendiga»; «La nariz de ese chaval me representa» o «Es una vergüenza que el gobierno no les proporcione ayuda. Vivimos en una sociedad capitalista amoral en la que vale más… (+15 líneas)»

Se desencadenaron recogidas de firmas, manifestaciones, camisetas y bolsas biodegradables con el famoso hashtag, así como vídeos de retos en los que celebridades de todo el mundo pasaban la noche en un congelador industrial con la finalidad de recaudar dinero para los Shee. Finalmente, tras dos meses de revuelo internacional en redes sociales, el gobierno de I.I.O.O. mandó a sus militares, dos helicópteros de asistencia y un equipo de especialistas entre los que estaba Falver. La operación estaba prevista que durara apenas 6 horas.

Shu volvía de su habitual caza nocturna al amanecer. El sol comenzaba a calentarle las mejillas y las presas le colgaban del hombro con la flecha atravesándoles el cráneo, aunque esa no hubiese sido la causa de su muerte. Shu procuraba cuidar cualquier detalle para que el cocinero y, por ende, toda la tribu, creyera que los había cazado de forma tradicional. Los cazadores comenzaban a despertarse. Shäi ya cargaba su arco a la espalda cuando un sonido estridente obligó a todos los presentes a cubrirse los oídos. En el cielo un monstruo de alas giratorias sobrevolaba la zona emitiendo un ruido atronador. Los cazadores, una vez que se habían acostumbrado al horrible sonido, unieron sus fuerzas para atacar con cientos de flechas a ese monstruo. Shu, sin embargo, se escondió tras una de las cabañas bajo su manto de piel de oso. Los cazadores cayeron en poco tiempo. El ejército estaba provisto de dardos tranquilizantes que se podían lanzar a grandes distancias. No había rival para la tecnología de I.I.O.O. Cuando los dardos surtieron efecto, los soldados bajaron del helicóptero para recoger su cosecha, seguidos del resto de helicópteros de apoyo que transportaban al personal y equipo médico.

Cuando hubo bajado del helicóptero, Falver comenzó a escudriñar los rostros que gracias a las CIS conocía tan bien. Sin embargo, a primera vista, solo se veían las pieles claras de aquellos que habían caído. Shu todavía se escondía, ya no solo debajo de sus pieles, sino agazapado entre dos casetas, valorando la situación. Mientras agudizaba su oído preparado para atacar, una decena de militares se aproximaban a su escondite con sigilo, conscientes de las habilidades de cada uno de los miembros de la tribu que el Doctor Falver se había encargado de detallar. Conocían, por tanto, que Shu no poseía una gran destreza con el arco, pero que era observador y estudiaba las debilidades de sus presas para sacar ventaja de ellas. Falver había tomado nota de algunas de sus estrategias más habituales: Shu había aprendido a fabricar trampas con cebos apetecibles para los ojos de sus víctimas. Las liebres se veían tentadas por las vallas y no podían evitar acercarse a olisquearlas. El mecanismo de palos clavados en la nieve se activaba en cuanto la liebre pisaba la trampa e inmediatamente, un lazo atado al palo vertical estrangulaba al animal. Como Falver imaginaba, Shu ganaba tiempo escondido mientras pensaba una forma de burlar a esa gente desconocida. Lo que él no sabía es que esta vez él era la liebre. Los hombres vestidos con traje de camuflaje de tonos blancos y grises lo acorralaron y le lanzaron un tranquilizante mientras Shu, con el pelo enmarañado cubriéndole la cara, forcejeaba y trataba en vano de luchar contra el efecto del tranquilizante.

Una vez que el equipo médico aseguró el estado de salud de todos los miembros de la tribu y tomó las medidas necesarias para aislarlos de la tripulación, los militares dieron por finalizada la operación y celebraron con entusiasmo la vuelta a casa. Algunos daban las gracias a su Dios por haberles permitido salvarlos. Otros compartían una exagerada versión de lo que acababan de vivir con sus compañeros, y aunque estos hubiesen tenido exactamente la misma experiencia, comenzaron a enorgullecerse de su magnífica hazaña. Todos imaginaban cómo recibiría su país a unos héroes como ellos. Falver, sin embargo, pasó el viaje en silencio contemplando los rostros pálidos de Shäi y de Ish-Esh, sin poder evitar compararlos con el de Shu, que era de un parecido indudable excepto por su color. Falver contemplaba los cuerpos de Shäi e Ish-Esh y se los imaginaba como figuras de cera recién modeladas. Miraba después a Shu imaginándose que alguien ya le había aplicado la pintura mientras los demás aguardaban su turno.

Cuando llegaron a su destino, cientos de cámaras y micrófonos los esperaban, acompañados de un torbellino de voces que los bombardeaban con preguntas imposibles de entender, ya que los periodistas las gritaban por encima de las de los demás como si no les importase mucho que las contestasen, como si solo por liberarse del peso de las preguntas ya hubiesen realizado su trabajo. En cuanto se liberaron de la prensa, los transportistas se dispusieron a trasladar la carga a furgones blindados. Los furgones llevaron las pequeñas habitaciones de cristal en las que dormían los sujetos rescatados al Centro Superior de Investigación, en donde se evaluaría su estado y permanecerían en total aislamiento con tal de evitar el contagio de enfermedades para las cuales sus cuerpos no estaban preparados.

El equipo médico mantenía tranquilos a los sujetos. El Laboratorio de Investigación Superior había sido reformado según las necesidades de los nuevos objetos. El espacio se dividía en dos: el laboratorio provisto de butacas reclinables en las que los investigadores observaban por turnos a los sujetos, y las habitaciones elaboradas con un cristal grueso de la más alta calidad. El cristal solo mostraba el interior, de forma que los investigadores podían ver a todos los sujetos al mismo tiempo, mientras que estos no podían ver más allá de las proyecciones que simulaban, mediante dibujos extremadamente realistas, la nieve impoluta y los cielos grises de su hogar. En ocasiones, las paredes de la habitación proyectaban imágenes en movimiento, como algún animal salvaje corriendo a lo lejos o la nieve cayendo con lentitud que pretendía crear una atmósfera tranquila, serena y que mantuviese calmados a los sujetos. Las habitaciones eran amplias, y cada una de ellas contenía una réplica de una de las casetas de piedra de la tribu. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve sintética muy convincente, y la temperatura era siempre de 20 grados bajo cero.

Según se fueron despertando, los Shee reaccionaron de formas muy distintas. La mayoría no tardó más de unos pocos segundos en darse cuenta de que no se encontraban en su desierto. Miraban alrededor con desconcierto, buscando a sus compañeros. Los cazadores olían la nieve en busca de indicios, y la expresión de sus caras evidenciaba que se habían dado cuenta de que no se trataba de nieve real. Algunos entraban en pánico y trataban de correr hacia los horizontes dibujados en los paneles, por lo que se llevaban grandes golpes. Según transcurrían las horas, sus nervios se calmaban, pero se mantenían en estado de alerta. La actitud de los cazadores mejoraba cuando se soltaba una presa en sus cámaras y, usando las réplicas de arcos de las que habían sido provistas sus casetas, cazaban al animal para alimentarse. La cámara número 16, en la que habitaba el sujeto apodado Shu, se diferenciaba del resto en que se podía encontrar material para construir trampas.

Falver observaba sin descanso el comportamiento de los Shee, en especial se le podía encontrar en una de las butacas frente a la cámara 16. Las semanas pasaban y el resto de investigadores ya bromeaban sobre el hecho de que Falver fuera uno con la butaca. Llegó al punto de sincronizar sus horas de sueño con las de Shu para aprovechar al máximo el tiempo de vigilancia, por lo que a las 5 de la mañana ya se encontraba en su puesto, libreta en mano.

Una madrugada, dos meses más tarde de la llegada de los Shee, Falver llegó al laboratorio tarareando y con paso ligero, contento de los recientes avances en su investigación. Se puso la bata blanca y sacó su cuaderno del primer cajón, aquel con la etiqueta «Doctor Arthur Falver». Clicó el botón del bolígrafo tres veces antes de sentarse, tal y como hacía de forma inconsciente cada vez. Cuando se sentó y miró al frente la canción que sonaba en su cabeza se paró de golpe. Falver se quedó con el brazo suspendido en el aire con el bolígrafo entre los dedos preparado para tomar notas y contempló la figura que se erguía tras el cristal de la cámara de Shu. Una figura de nieve, con la forma de un ser humano, pero sin rasgos faciales se encontraba mirando hacia él. El doctor tardó varios segundos en reaccionar. Después, pasó con rapidez las páginas de su cuaderno de notas hasta encontrar una página en blanco y con un movimiento de mano que casi parecía fruto de un ataque, se dispuso a anotar lo que veía, haciendo conjeturas, al mismo tiempo, sobre lo que había llevado a Shu a hacer algo así. Nunca, en sus cuarenta años de investigación, había visto un comportamiento semejante en los Shee, Ni siquiera cuando los trillizos eran pequeños habían jugado a construir muñecos de nieve.

Excepcional musitó arrastrando las sílabas Realmente excepcional.

Cuando se hubo calmado, después de haber escrito cuatro páginas con una letra casi jeroglífica, tomó aire y comenzó a pensar con mayor detenimiento. Todavía no había visto movimiento en la habitación de Shu, que, para esas horas un día cualquiera, ya habría preparado la trampa que cazaría a la presa viva que se le ofrecía de desayuno. Albert esperó unos minutos sin poder apartar la vista de ese muñeco de nieve sintética tan blanca como la del desierto helado de Sheui. Empezó a impacientarse y entonces se levantó, se acercó lentamente al cristal y buscó de un lado a otro a su espécimen más preciado. El pelo color avellana de Shu solía destacar sobre cualquier otra cosa de la cámara, incluso cuando se encontraba resguardado dentro de la caseta. El doctor comenzó a respirar cada vez más deprisa, y sentía el pulso golpeándole con fuerza en la frente. El pánico comenzaba a apoderarse de él cuando de pronto miró hacia abajo y advirtió algo: bajo los pies de la figura de nieve había una mancha rosada que crecía por momentos.

Arthur Falver no era una persona impulsiva. De hecho, se podría decir que era un hombre tan meticuloso que reflexionaba en profundidad cada decisión mínima que tomaba, desde los calcetines que se ponía cada mañana hasta el volumen de la carcajada que podía dedicarle a un chiste que algún compañero le contase. Sin embargo, al percatarse de que su adorada anomalía, a la que había visto nacer y hacerse respetar en una tribu tan hermética, se encontraba sangrando bajo una capa de nieve, corrió al panel de control de las cámaras y puso su dedo en el lector de huellas del botón más cercano a él, aquel que habría todas las cámaras al mismo tiempo. La idea de que debía salvarlo lo cegó y al instante se percató de su error.

El resto del equipo de investigadores llegaron dos horas más tarde y lo que se encontraron fue una escena absolutamente caótica. El laboratorio, cuyos suelos normalmente eran de un blanco impecable, estaba llenos de grandes charcos de un líquido transparente aquí y allá. Ya no había cristales que dividieran la estancia, pero la nieve de las cámaras seguía intacta, excepto la de la 16, que tenía un muñeco de nieve teñido de rojo erguido en el borde. No tardaron en percatarse de que había algo más en esa cámara: el cuerpo inerte de un hombre con bata blanca que colgaba del techo por medio de un lazo hecho con cuerdas de arco. El resto de las habitaciones estaban completamente vacías. Se activó el protocolo de alarma y los servicios de mantenimiento se llevaron el cuerpo de Falver. Los investigadores hablaban con caras de espanto o lloraban desconsolados mientras el personal de limpieza llenaba cubos y cubos del líquido transparente que recogían de suelo con sus fregonas. Algo más tarde, tres doctores jóvenes que no llevaban más de un mes en la investigación se acercaron al muñeco de nieve con unas palas y comenzaron a deshacerlo comenzando por la cabeza. Según avanzaban hacia el centro la nieve era de un rojo más intenso y pasaba del bermellón al color rubí. Deshicieron toda la figura y en sus rostros se podía advertir una ligera decepción por no haber encontrado nada dentro. Todos esperaban encontrar el cadáver del sujeto no-albino. Pensaron que Falver se habría vuelto loco y habría matado a su preciado objetivo y liberado al resto de individuos para luego suicidarse. Pero como buenos científicos, se negaban a creer las especulaciones sin ver antes las pruebas.

Muchos no quisieron ver las grabaciones de las cámaras de seguridad. Pero los curiosos que querían saber lo que ocurrió y descubrir el paradero de los Shee se reunieron en secreto al día siguiente en la sala de conferencias para revisar el material que un contacto de la policía les había facilitado. Muchos no habían podido dormir. Sin embargo, los acontecimientos del día anterior no eran lo peor que habían visto. Las cámaras mostraban algo más desconcertante aún: unas habitaciones demasiado tranquilas; una figura de nieve que se forma sola durante la noche; un doctor Falver acercándose a la habitación número 16, saltando con rapidez sobre el botón de apertura de todos los cristales, acercándose al muñeco de nieve y siendo atrapado por un mecanismo que lo ahorca… Después nada. Ni rastro de Shu ni del resto de los Shee. Decidieron retroceder horas antes, días antes, incluso semanas antes. Las imágenes solo mostraban a decenas de personas con bata blanca entrando en el laboratorio, sentándose a contemplar con admiración unas cámaras de nieve vacías. Algunos abandonaron la reunión mascullando que alguien había manipulado las imágenes, que estaban intentando encubrir un crimen. Los pocos que quedaron quisieron saber más y accedieron a los archivos de Falver, a las grabaciones de los últimos años. El desierto helado de Sheui por primera vez se mostraba como su propio nombre indicaba: desierto. Retrocedieron a más de veinte años antes, al parto de la líder cazadoras Shäi, cuyas imágenes conocían a la perfección, porque en sus años de profesor universitario, el doctor Falver siempre las enseñaba a sus alumnos de tercer curso. Pero las imágenes solo mostraban una tormenta que se formaba repentinamente en el cielo blanco y unas grandes manchas rojas que se formaban en la nieve como por arte de magia.

Los escándalos mediáticos obligaron al Centro de Investigación Superior a cerrar definitivamente, y en los años posteriores, las redes sociales se llenaron de teorías conspirativas como «El caso de los Shee. Qué es lo que el Gobierno nos oculta»; «La verdad sobre los Shee. 9 de cada 10 personas no terminan el vídeo»; «¿Seres de otro planeta? Los Shee al desnudo».

Pero pasaron los años y la población fue olvidando. El desierto helado de Sheui pasó a llamarse simplemente «El desierto helado» y poco a poco nadie recordó el nombre de la tribu albina.

Nombre: Eider Izaga 

Edad: 24 años

Estudios: Filología Hispánica

Ciudad: Eibar

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Blog, Contar y cantar, El reto de crear

Binomios

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Vivía marcha atrás, con parches en los ojos y la mente en el porvenir. Se dejaba caer, se movía por inercia. Descolgado del suelo que pisaba, imbuido en los episodios y en las partes. Con miedo, mucho miedo a la verdad. Su lengua llegó al hueso de tanto lamerse las heridas. No esperó nada de nadie. Aborreció la realidad, angustiado de ir marcha atrás y de pensar en lo de delante. Sin poder dar cuenta de nada, se quitó las vendas de los ojos. Vio sus heridas y el rumbo de sus pasos. Impotente, se quedó parado y maldijo su soledad. Habría deseado mil veces quedarse ciego. Desgraciado, miró a todas partes, pero olvidó dirigirse al cielo. La causa tus agobios y miserias son muestra de tu falta de presentez.

Borja Hernández Mañez

Ella quería encontrar su luz. Por eso decidió construir una nave para recorrer el universo entero y buscar la estrella que llevara su nombre.

Javi Biera también disponible en @ogigia_cuentos


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Nombre: Borja Hernández Mañez
Edad: 19 años
Estudios: Comunicación audiovisual + Literatura y escritura creativa, Universidad de Navarra.
Ciudad: Valencia (España)

javierbiera

Nombre: Javier Biera
Edad: 23 años
Ciudad: Pamplona

contarycantar

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Blog, El reto de crear, La esfera de cristal

Flor de lis que se deshoja

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Flor de lis que se deshoja.
Vieja y brillante.
Que gris se me hace verte
mas no puedo apartar la mirada
de tu pétalo alicaído,
de tu tallo quebrado
de tus raíces podridas.
Quisiera dejar de mirarte y no puedo.

Eres rota por dentro, amarga por fuera
caos entre jardines perfectos
Nota musical desafinada
en un compás armónico,
un café en la noche olvidado
que nadie se ha tomado,
por fuera intachable pero
internamente frío y muerto.

Quisiera dejar de mirarte,
arrancarme los ojos en caso de ser necesario
olvidarte, tu recuerdo me quema,
más también te recuerdo joven y tersa
flor de lis se me antoja pura,
te recuerdo en el amanecer de los días
floreciendo antes de que el sol saliese
reluciendo por encima de la luna.

Te recuerdo blanca y ese recuerdo
hace que no aparte la mirada
ahora que eres humo cuando fuiste aire,
ahora que eres ceniza cuando fuego
ahora que eres memoria cuando fuiste vida.
Es ahora cuando te amo más que nunca,
Ahora que me dañas más que antes,
Ahora que mueres en la tarde y te vas en la tierra.


hectorlopez

Nombre: Héctor López
Edad: 22 años
Estudios: Magisterio, Universidad del País Vasco (UPV/EHU)
Ciudad: Orduña

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