Pensamientos y sentimientos

Yo soy un cobarde

Desde nuestro paraíso de las palabras queremos unirnos a tantos profesionales que dedican todo su esfuerzo a impedir el acoso escolar.

He conseguido encontrar sitio en un banco de la calle y una especie de girasol gigante se me mete por un ojo. Debe de ser el sol. Estoy reflexionando que es lo que más hago últimamente desde que una profe del Instituto me ha enseñado a reflexionar. Es una tía guay y a mí me gustaría que mi madre se le pareciera en algo, pero olvídate chaval, no creo que ella sepa ni para lo que sirve. Pero de reflexionar lo que más me gusta es que yo me hago las preguntas y luego me doy yo mismo las respuestas, como si fuéramos dos personas unidas, el tío de la cabeza y el tío del corazón.

A fuerza de reflexionar ya sé lo que significa ser un cobarde. Lo sé de verdad porque es lo que yo he sido estos años. Un cobarde. He tenido bastante tiempo para aprender este oficio. Me llamo Richi y el plasta de mi hermano que es cuatro años mayor que yo se llama Lucas, como si no hubiera más nombres en el mundo. El caso es que se cree perfecto y lo peor no es eso. Lo peor es que mis padres también se lo creen, aunque tratan de disimular cuando estoy yo delante, pero da igual. Todo el día dando la paliza. Tu hermano a tu edad era un fenómeno, el mejor de la clase, claro y qué inteligente, que tío. Bueno pues yo lo tengo claro y-no- quie-ro-ser-co-mo-él ni vestir como él que parece que le pagan por anunciarse. Y me da lo mismo parecer un tabernario, como dice mi madre, que no sé lo que es pero no debe de ser nada bueno.

El caso es que cuando él acabe la carrera de no sé qué historia financiera se va a ir a Nueva York a especializarse en sacar los cuartos a la gente. A lo mejor le contrata el tipo ese de la corbata roja y más rubio platino que la Marilyn. Allí estaría muy contento pienso yo y además ahora le ha dado por el boxeo y lleva tiempo yendo a clase y todos están con la boca abierta de lo bien que se le dan los ganchos y las posturitas. Hasta que un día cenando comenté, como quien no quiere la cosa, que hay que ver, seis meses entrenando y yo que entrenaba por mi cuenta le ganaba siempre. Pero la verdad es que como no le importo a nadie, ninguno se ha tomado la molestia de preguntarme lo que quiero ser de mayor. Y lo digo bien alto, quiero ser portero de una discoteca y para eso ne-ce-si-to especializarme en boxeo y además no tengo ninguna necesidad de ir a Nueva York, ni siquiera tengo necesidad de hacer un master de esos en una universidad, como no fuera alguna que se dedicara sobre todo al boxeo. Estuve repitiendo lo mismo sin parar yo creo que una semana entera desde que abría un ojo por la mañana hasta que lo cerraba por la noche y llegó un momento en que mi padre empezó a gritar que no podía soportarlo más que se iba a volver loco (aunque yo pienso que ya está un poco tocado) y al día siguiente me mandó al mismo polideportivo de Lucas.

Allí empecé a sentirme bastante feliz porque no era un cualquiera, no. Todos decían que tenía madera de campeón y lo mejor es que llegó un momento en que a Lucas le conocían como “el hermano de Richi” porque él era uno de tantos y yo una futura promesa y me sospecho que no estaba preparado para una desgracia como esa. De todos modos si mi padre no se hubiera metido no se hubieran liado las cosas de aquella manera pero se empeñó, como solo puede empeñarse un padre como el mío, en organizar un combate de boxeo entre los dos en el cuarto de estar de casa transformado en un ring y con toda la parentela invitada en plan de espectadores. Como es normal me negué en redondo y todos llegaron a la conclusión de que lo que tenía era miedo. Incluso mi padre me defendió un poco.

-Ten cuidado Lucas… piensa que Richi es más pequeño.

Pero la verdad es que el único miedo que tenía era la posibilidad de machacarlo a él como por desgracia ocurrió. Hay que reconocer que lo prepararon todo como si se tratara de un auténtico combate. Incluso colocaron cuerdas alrededor con unos borlones dorados que eran los que sujetaban las cortinas. Quedó un poco cursi pero estaban todos encantados.

Nosotros dábamos saltitos calentando y yo estaba bastante nervioso. Mi propio padre hacía de árbitro y le repetía a Lucas que no me pegara fuerte (él no sabía que yo era una futura promesa). El caso es que después de dar unos cuantos saltos jugando a ser boxeadores, Lucas me lanzó un golpe recto de izquierda a la cara que pude pararlo con la palma de la mano derecha. La afición empezó a gritar aplaudiendo y nosotros seguimos midiendo las distancias, aunque mucho no se podía medir porque el cuarto de estar no daba para más. Los dos sudábamos como pollos y cuando menos lo pensaba me encontré con un golpe recto de izquierda al tronco que lo volví a parar con el codo izquierdo. Entonces no sé lo que me entró por dentro, me vi boxeando de verdad con un tipo que no se parecía a Lucas ni por el forro y los gritos de mi abuela y de mis tíos eran los gritos salvajes de una afición enloquecida que rugía como una manada de animales salvajes.

Y ya no vi nada más. Un golpe recto de derecha a la cara le lanzó a Lucas sobre una silla y a mí el girasol gigante como un sol me deslumbró de nuevo y comprobé que una nueva sensación de furia me trastornaba como si tuviera aire comprimido en los pulmones. Improvisé un gancho de izquierda al tronco y Lucas cayó fulminado. Mi padre me arreó una bofetada que no se me olvidará nunca. Me dijo que era un criminal y le contesté que los criminales eran ellos, que yo no quería hacerlo y que solo me estaba defendiendo. Lucas sangraba por toda la cara y por el cuello y mi madre se desmayó. Yo me asusté más todavía y llamaron a una ambulancia. Me fui a mi cuarto y estuve toda la tarde llorando. Al final volvieron y Lucas venía andando tan contento con dos puntos que le pusieron junto a la oreja y que los enseñaba a todo el mundo menos a mí que no quiso ni mirarme no fuera a atizarle otro mamporro. Esa misma noche me asignaron un castigo salvaje y estuve días sin poder salir de mi cuarto para que reflexionara a gusto, sin música, sin móvil, sin tele y pasándome la comida en una bandeja en plan carcelario.

Así fue como la rabia se apoderó de golpe de mí y empecé a odiar a todo el mundo menos a mi profe guay porque aunque no quise hablar ni una sola palabra con ella yo comprendí que me comprendía. Tuve que repetir curso porque estaba completamente desquiciado y sin darme ni cuenta me convertí en el chulo de la clase. La profe decía que me estaba destruyendo pero no me importaba para nada destruirme. Mi corazón ya no bombeaba sangre sino rabia. Así que me convertí en el rey del universo del acoso escolar, o sea, para ser más claros, del bullying. Éramos diez en el equipo. Nos llamábamos “Los buitres” y por supuesto yo era el buitre más bestia de todos. Los demás me obedecían ciegamente. Cada uno tenía su víctima propia, aunque también podíamos tener más de una y al salir de clase nos juntábamos en la esquina de un parque siniestro y allí organizábamos nuestros planes. Éramos bastante sádicos la verdad. Sacábamos fotos a chicos y a chicas en las posturas más ridículas pidiendo perdón a sus verdugos (nosotros) y luego las lanzábamos a la red con comentarios bochornosos que nos hacían morirnos de risa.

Mi víctima favorita era un chico colombiano al que yo siempre llamaba “Mono”. Entre clase y clase mi diversión preferida era meterme con él. Los libros me ayudaron mucho porque en cuanto estaba distraído le arreaba golpes en la cabeza que muchas veces le hacían caerse al suelo mientras le susurraba: “¿Quién te quiere a ti, mono de la selva?”. Él ni me miraba siquiera y jamás intentó devolverme las bofetadas. Es como si estuviera hecho de hielo. Y cuando me sentaba encima de él y le hacía galopar como si fuera un caballo, mientras le daba golpes lleno de furia con una vara, siempre permanecía indiferente. Yo escuchaba enfebrecido las carcajadas de todos los que nos rodeaban que hacían apuestas a ver cuánto aguantaba y mientras tanto una voz en mi interior me recordaba: “Escucha tío, el Mono vale mil veces más que tú”. Entonces me ponía frenético y seguía pegándole hasta que aparecía un nuevo profesor, y como siempre vigilábamos su llegada, nos encontraba sentados tan tranquilos en nuestros pupitres. Mi Instituto tenía mucho renombre y estaba muy bien valorado en el ministerio, según decía mi padre, que como se puede apreciar, no se enteraba de nada.

Hasta que llegó el día, un día que no me imaginé nunca que podía llegar. Cuando estaba yo saltando encima del Mono y le tenía cogido por las orejas, sin inmutarse me miró a los ojos y con una voz alta y clara que escuchó toda la clase, dijo: “¿Sabes lo que te digo? Eres un auténtico cobarde y tú lo sabes”. Entonces me levanté y casi sin poder ver nada de la furia que tenía encontré una silla y se la lancé al Mono que se encontraba en el suelo. Se la lancé con todas mis fuerzas (no hay que olvidar que tengo madera de campeón de boxeo) y se escuchó como un crujido mientras empezó a vomitar sangre.

A los pocos minutos vinieron los profesores y lo llevaron en un coche a un hospital. Todos estábamos pálidos y cuando preguntaron lo que había sucedido alguien dijo que se había subido a una mesa y quiso dar un salto y se había resbalado. La clase asintió mansamente con los ojos llenos de espanto y algunos empezaron a llorar. Los buitres oscuros teníamos la piel más blanca que las paredes. Nos dijeron que nos fuéramos a casa y entre murmullos silenciosos cargadas de horror y de misterio, corrió la voz de no contar a nadie lo que había sucedido. Fue un accidente, fue un accidente, fue un accidente. Creo que nadie dijo una palabra ¿Nadie? Yo lo hice. Como bien había explicado el Mono con voz bien templada yo era un cobarde. Salimos todos despacio, solos, sin poder mirarnos unos a otros a la cara.

No podía más. Fui a ver a mi tutora, el único ser humano que había estado a mi lado cuando dejé fuera de juego a Richi, pero ya se había marchado. Me pasé las horas más amargas de mi existencia deambulando por las calles, pidiendo a Dios que el Mono siguiera vivo, ofrecí mi vida por la suya, ofrecí cambiar, cambiar, cambiar… Lloré, lloré, lloré. Entré en una iglesia porque ya no sabía dónde ir y recé, recé, sintiéndome desesperado. De pronto un cura que me pareció bastante joven se puso a mi lado.

– ¿Te encuentras bien?

Le indiqué moviendo la cabeza que no, que no me encontraba bien.

Me cogió del brazo y me llevó a un jardín donde había una escalera. El girasol supergigante me estaba entrando por un ojo. Era el sol.

-Normalmente ayuda mucho contar los problemas pero la verdad es que no me conoces de nada y quizá te resulte difícil. Como tú quieras…

Yo quise hablar y hablé, hablé hasta que se me acabaron los sonidos, hasta que me quedé sin más dolor en el corazón. Desde mi pelea con Lucas hasta la terrible angustia que me producía la indiferencia de mi familia. Desde el odio que experimentaba hacia el mundo hasta aquella nube de tristeza que siempre me acompañaba. Expresé mi crueldad, mi brutalidad, mi terrible soledad.

Entonces él también me habló pero no como hablan los curas sino como hablan los amigos. Me explicó la historia aquella del chaval que era hijo pródigo y el caso es que me animó bastante. Me impresionó la reacción de su padre que se le tiró al cuello pero no para estrangularle sino para cubrirle de besos. Si llega a ser el mío me corta la piel a tiras pero resulta que ese padre era el mismo Dios que nos perdona siempre aunque hayamos hecho el bestia como nadie. Según me dijo solo nos pide una cosa:“Dame hijo mío tu corazón”. Parece ser que eso es lo más importante y a medida que me lo iba contando yo me iba quedando de piedra. Lo cierto es que también me sentía bastante pródigo y arrepentido como nadie.

El cura aquel que no sé de donde había salido me dijo que él también podía perdonarme en nombre de Dios si yo quería. Y yo quise y hablé mucho rato con él y me explicó lo que era pedir perdón de verdad y cuando terminamos después de bendecirme me dijo que ahora tenía el alma tan limpia como un recién nacido. Y lo más importante de todo es que sabía que era verdad. Le dije que volvería y volví más veces. Ese perdón fue para mí como una puerta abierta hacia el cielo.

Regresé a casa tan lleno de paz que dormí de un tirón con la cabeza llena de estrellas. Al día siguiente fui a buscar a mi tutora guay y me dijo que era la primera vez en muchos meses que me veía llegar sonriente. Le volví a contar todo desde el principio hasta el final y comprendió lo pródigo que era. Me comentó con una gran sonrisa que no me iba a decir nada y que yo ya sabría como tenía que actuar pero que me quedara bien claro que el valor no está en los puños sino en el corazón.

Así que pregunté en Secretaría la dirección del Mono, me fumé las clases y después de recorrer todas las líneas de Metro de Madrid llegué hasta un barrio de casitas blancas que más que nada parecía un pueblo. Creo que las calles eran igual que caminos y yo estaba de los nervios y hacía enormes esfuerzos para no largarme de allí corriendo. Hasta que llegué a su puerta y una mujer que parecía una india se asomó.

-Me… me llamo Richi. Ven…vengo a verle.

Para mi sorpresa la mujer me dio un abrazo.

-Ah, Richi…¡que alegría! Ya me dice mi hijo que eres su mejor amigo…

– ¿Quién… yo?

– Estoy tan agradecida… El pobre no tiene tiempo para estudiar porque cuando llega de las clases tiene que trabajar descargando camionetas en las tiendas. En Colombia tenemos que mantener a dos niñas y a la abuela. Pero ya me dice que su amigo Richi le ayuda a hacer los ejercicios y él estudia por las noches como puede…

Lo encontré tumbado en un camastro, envuelto en vendas, con los ojos cerrados.

-Hola Mono…

Se despertó sobresaltado.

-¿Richi?

Su madre le miraba conmovida.

-Ya ves mi amor… Ha venido a verte. No te quedes así… Dile algo. La verdad es que duerme muy mal por las noches porque con el golpe se le partieron tres costillas pero los médicos dicen que quedará bien. Ahora tiene que hacer mucho reposo y reponerse. Os dejo un ratito.

Intenté hablar pero mi propia voz me recordaba el piar de un pájaro herido.

-Te traigo recuerdos de todos. Y no te preocupes Mono… Yo vendré, te explicaré las lecciones, te ayudaré con los temas. Todos te ayudaremos… los profesores también.

Al Mono se le llenaron los ojos de lágrimas. Me acerqué y le di un abrazo.

-Te pondrás bien… lo siento tanto. Perdóname Mono. Hay un tipo que se llama hijo pródigo y sale en la Biblia. Ese soy yo. Era tan imbécil como yo mismo. Desde ahora te juro que serás para mí como un hermano.

Y lo fue. Como un hermano. Sin darme ni cuenta me encontré con una nueva familia. Descubrí que el Mono era un tipo de una inteligencia fuera de lo corriente, una gran persona y lo que más me atraía de él era su sentido del humor. Tenía una habilidad envidiable para solucionar todos los problemas con una carcajada. Estudiamos juntos, hicimos la Selectividad juntos y hemos conseguido matricularnos en la Complutense, aunque él se ha inclinado por el Derecho y yo por la Filosofía. Hay que reconocer que nos va francamente bien. Somos dos tipos brillantes y además bastante buenos jugadores de baloncesto aunque formamos parte de equipos contrarios.

Pero lo más importante es que hemos organizado una asociación juvenil llamada “Armas contra el bullying” y ya somos alrededor de treinta chicos y chicas los que participamos, aunque cada vez se apunta más gente. Tenemos un blog muy bien diseñado con fotos bastante impactantes y nuestro planteamiento está dando un resultado increíble. A las sesiones acudimos siempre dos de nosotros, un desgraciado como yo que haya sido acosador y una víctima que es el acosado. Enviamos propuestas a docenas de colegios y de institutos para participar y nunca pudimos imaginar la respuesta que estamos teniendo. Nos llaman de todas partes y la verdad es que no llegamos a cubrir todas las peticiones. No es nada teórico y por eso tiene tanta fuerza. Contamos nuestras experiencias, nuestros miedos, nuestras cobardías y los chavales nos escuchan con la boca abierta. Claro, hace un par de años nosotros éramos igual que ellos. Explicamos cómo se puede entrar en esta especie de círculo angustioso y como se puede salir de él y creo que les estamos ayudando bastante. Cuando terminamos siempre vienen unos cuantos a preguntarnos como pueden solucionar sus problemas y así conocí a Ruth que estudia Periodismo y ahora es mi novia.

Claro está que de todo esto mi familia no tiene ni idea y Lucas sigue siendo el faro de luz que alumbra el universo. Pero me da lo mismo, me siento un tío tan feliz que a veces pienso que no me lo merezco. Claro que aunque no lo sabe nadie yo soy el único que conoce la auténtica verdad. Solo yo sé que soy un cobarde con alma de pródigo que sabe lo que significa pedir perdón y ser perdonado.

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